Diseño Inteligente

Jorge Alberto López Gallardo

Paso del Norte, Julio, 2001.

 

“ ... ideas de monstruosa elegancia ... ”

                                        Jorge Luis Borges

Identifican al hombre ejecutado

Armando Rodríguez

El Diario de Chihuahua

El hombre ejecutado, cuyo cuerpo se localizó el miércoles, fue identificado ayer por sus familiares.  Una fuente del grupo especial policial Zeus dio a conocer que la víctima, de 42 años, de quien hasta el momento se desconocían las actividades que realizaba así como su círculo de amigos, fue identificado por sus padres quienes viajaron de la población de ...

Pasa a la sección de policía


El profesor Barrañón arribó a la estación de autobuses con el tiempo justo para abordar la salida de medianoche a la ciudad de Chihuahua.  Era una más de las visitas regulares que el doctor en biología de la universidad local hacía a esa ciudad.  Desde años atrás, Barrañón colaboraba con colegas de la universidad de Chihuahua en investigaciones sobre genética.

 

Llegó muy apurado, no quería perder la salida de media noche. Prefería realizar la travesía del desierto chihuahuense de noche para viajar sin el calor agotador.  También le convenía llegar de madrugada para aprovechar el día entero, y regresar a Ciudad Juárez a la noche ahorrándose una noche de hotel.

 

Al subir al autobús sintió un verdadero ataque a los sentidos.  El primer afectado fue el tacto.  Sudado por el ajetreo del abordaje y la altas temperaturas nocturnas del verano, Barrañón recibió un reconfortante impacto de aire gélido al acercarse a la puerta para entrar al helado interior.  La siguiente acometida fue contra el olfato.  El aire que emanaba del interior del vehículo, impregnado con el fuerte perfume característico que usan en los autobuses, funcionó como detonador mnemotécnico inundando la mente del profesor con imágenes de choferes, reflejos nocturnos de carretera, y sanitarios sucios.  Al percibir aquel aroma, tan del chofer y tan ajeno al resto de los seres vivos, Barrañón sintió que estaba invadiendo un poco el espacio privado de alguien. 

 

El tercer ataque fue contra la vista.  Al entrar, los ojos del científico resintieron el brusco cambio de la débil iluminación de los andenes de la estación a la fuerte luz interior del autobús.  La mente analítica del científico recorrió varias veces el espacio visual, ahora reducido al prisma rectangular del interior del vehículo y saturado de rostros y vestimentas de personas muy distintas a las que él estaba acostumbrado a tratar.  Finalmente el oído.  Una vez adentro, las gruesas paredes del autobús amortiguaron el ronroneo del motor transformándolo en un sordo y agradable rumor que ayudaba a que el doctor durmiera placenteramente.  Con tanta información proveniente del transporte, era prácticamente imposible olvidar donde se estaba.

 

El científico caminó hasta el asiento 12 y lo encontró ocupado por un niño pequeño que dormía al igual que su madre.  Al ver que el ocupante del asiento 13 del lado opuesto del pasillo se levantaba, confundido, ofreciéndole el paso al siento 14, el profesor le agradeció el detalle con un “Buenas noches” y entró tratando de acomodar el maletín, su único equipaje.  Al ver un sombrero tejano en su asiento, se lo ofreció al señor preguntando, “¿Es de usted?”.  “¡Pues claro!” afirmó el sonriente señor con esa firmeza característica de la gente del norte de México.  “¿Que no se nota que hace juego con mis botas?”, añadió bromeando.  La mente del profesor se congeló, sabía el peligro que aquel comentario encerraba, una posible conversación larga y nimia, una noche de desvelo, un día siguiente poco productivo; no se podía dar ese lujo.  “Sí, claro”, contestó secamente el profesor, tratando de inhibir la inminente plática. 

 

Todavía de pie, el personaje de pantalón vaquero y camisa de cuadros pronunció firmemente su nombre mientras extendía su mano hacia el regordete profesor, “Blas Villa”.  Sorprendido, el recién sentado profesor intentó ponerse de pie, acomodarse los anteojos, cerrar su maletín, y saludar - todo al mismo tiempo.  El “Mucho gusto” se escuchó al tiempo que se abría el maletín, y el larguísimo “Armando Barrañóooon” duró lo mismo que la avalancha de notas, papeles, lápices y muestras de laboratorio. 

 

El señor Villa se acomidió a recoger algunas cosas que habían caído al suelo durante el forzado saludo del biólogo.  Cuando le entregó los objetos a Barrañón marcó un signo de interrogación con las cejas y preguntó, “¿Es usted Maistro?”.  Transfigurando rápidamente la cara a una enorme sonrisa franca añadió, “Pos ha de ser de secun, porque los de primaria ya no andan de saco”.  Barrañón, molesto por el desorden y el inesperado interrogatorio, trató de nuevo de cortar con un seco “Gracias”, y evitó una mayor respuesta abocándose a guardar sus cosas en el maletín.

 

En diez segundos Barrañón juntó las imágenes del ADN mientras Villa seguía de pie observando.  A los cuarenta segundos terminó de levantar las muestras de plásmidos del asiento de Villa para que éste pudiera sentarse.  Dos minutos después de su última respuesta, Barrañón logró sentarse pensando que había ganado la batalla y que la conversación había llegado al punto final.  En ese instante escuchó, “¿Y en donde trabaja, aquí o en Chihuahua?”. Reconociendo que dentro de él esperaba tal pregunta, no se inmutó al oír el complemento que Villa agregaba con certeza, “¡Porque yo soy de la sierra, pero usted no!”. 

 

Barrañón, descorazonado, no tuvo más remedio que responder con un, “¿Eh? ah, soy de Ciudad Juárez”.  Pero al instante decidió poner en marcha un plan de emergencia.  Cuando se inclinó hacia el maletín para distraer la conversación, Barrañón escuchó “¿Y verdad que es maistro de secundaria?”.  Siguiendo el plan, el profesor se colocó un lápiz entre los labios para aplazar la respuesta, y pretendiendo buscar algo entre sus cosas logró alargar la pausa aún más.  Sin darse por aludido Villa volvió a la carga con un, “o de prepa, dígame si no”.  Ya sin argumentos para no responder, Barrañón, aún agachado, musitó, “de universidad, soy profesor de biología de la universidad de Ciudad Juárez.” 

 

Al terminar de contestar, Barrañón sintió el extraño presentimiento de que muy pronto se iba a arrepentir de haber dado respuesta a esa pregunta.  Sentía como sí al contestar hubiera otorgado un permiso implícito, carte blanche, al desconocido para que lo molestara el resto de la noche.  A los diez segundos de estar callados, antes que el silencio diera pie a la continuación de la plática, Barrañón tomó el primer artículo que encontró, se volteó hacia la ventana lo más que su redondo cuerpo se lo permitió, y fingió leer.  A los cuarenta segundos empezó a exagerar su interés en la lectura siguiendo, con el índice, las líneas del escrito científico.  Sin poder leer ni media palabra pensaba, “Como se ha tardado en salir el autobús, si al menos apagaran la luz ... ojalá que se duerma rápido el ranchero este”. 

 

A los dos minutos, cuando su mente científica empezaba realmente a seguir la lectura, Barrañón escuchó de nuevo la golpeada voz de Villa, “¡Biología? Ah caray de eso sí que no sé nada.  ¿Es cosa de los animales y las plantas, no?”  El estómago del doctor se contrajo, “A grandes males, grandes remedios”, pensó al tomar una resolución definitiva.  “Señor Villa”, le dijo, “con gusto platicaría con usted pero me quedan nada más cinco horas de sueño y quisiera aprovecharlas.  Mañana me espera un largo día de actividades en la universidad.  Espero usted comprenda.”  Villa, observándolo con movimientos mecánicos, le contestó nada contrariado, “Pero claaaro, mi profe. Por mí no hay probleeema, no hay problema, no hay problema.  Usted dueeerma con toda confianza.  Por mí no se preocuupe.”

 

El viaje empezó.  A los diez segundos de haber salido de la estación llegaron a la Avenida Rivera Lara.  A los cuarenta segundos, Barrañón trató de atraer el sueño poniéndose ahora sí realmente a leer.  A los dos minutos, cuando el autobús llegó a la carretera Panamericana, el conductor oscureció el interior.  Barrañón encendió la luz de su asiento para seguir con la lectura.  No había pasado mucho tiempo cuando la voz de Villa lo distrajo, “No puede dormir, ¿verdad?”.  Y añadió “Sííí, a mí siempre me paasa.  ¡Mientras más quiero dormiir, menos pueedo! ¿Porque será?  A ver ¿usted que sabe de eso?”.  Barrañón guardó silencio, pero sin la menor preocupación por la nula respuesta del doctor, Villa continuó, “A mi papá también le pasaaba, ¿será cosa de herencia?”.  Como muda respuesta, Barrañón cambió de posición y siguió leyendo, o pretendió hacerlo.

 

Viendo fijamente a la ventana delantera del autobús, Villa permaneció inmóvil por varios segundos.  Y cuando el silencio se había prolongado por 120 segundos exclamó, “Pos a ver profe, aprovechando que está usted aquí, ¿que cosas son hereditarias?  ¿Usted sí sabe, verdad?”.  Tratando de repetir la fórmula, el profesor de nueva cuenta cambió de posición en silencio.  Mas esta vez, Villa sin pena alguna, le picó las costillas con el codo diciéndole, “Profe, profe, ándele, dígame.  Al cabo que ni se duerme ni nada.”

 

Barrañón se estremeció al contacto de Villa, y reaccionó agriamente, “¡Oígame! pero como...”, tan sólo para ser interrumpido de nuevo por Villa, “No se me enoje mi profe, ya sabe que se le aprecia bien”.  Y continuó, “Pero al cabo que ni se duerme ni nada, pues de perdida platique un rato conmigo, quien quita y le da sueño ¿no?”  Barrañón trató de reaccionar diciendo algo, pero Villa le ganó la palabra de nuevo, “Ándele, dígame que cosas son hereditarias”.  Y agregó, “porque el pelo, los ojos y eso sabemos que sííí.  Pero ¿y el carácter, el genio, y todas esas cosaas?”.

 

Más que molesto con lo que Villa había hecho, Barrañón temía que su posible respuesta creara una bola de nieve que luego no iba a poder contener.  En realidad, su lado académico, siempre dispuesto a ilustrar mentes interesadas, le empujaba a contestarle al simpático, pero encajoso, norteño.  Al final la academia triunfó sobre la prudencia, “No es que me enoje, señor Villa.  Lo que pasa es que en realidad necesito dormir.  Pero en fin, creo que tiene razón.  Tal vez conversando nos de un poco de sueño.”

 

Apagando la luz y bajando la voz, el profesor comenzó a dictar una improvisada cátedra, “La ciencia de la genética aún está en pañales.  Se sabe que las características hereditarias se acarrean en el ADN, pero de sus componentes, los genes, aún no se sabe mucho.”  Atento, Villa escuchaba al profesor tratando de distinguirle la cara con la luz de cada uno de los arbotantes que pasaban.  Pero al pasar por el campo de futbol Zaragoza, Villa se olvidó de la conversación por un largo momento.  Sorprendido por la nula respuesta, Barrañón se acomodó las gafas y volteó hacia el paralizado Villa tratando de entender lo que pasaba.  La escena se sostuvo un tiempo más, y a los dos minutos, “¿A sí?  ¿Y eso qué significa?” dijo Villa reaccionando.

 

Profesor con veinte años de docencia, Barrañón necesitaba ver la respuesta visual del educando para saber cuando una explicación progresaba o se atascaba.  Dependiendo del brillo de los ojos, orientación craneal, y muecas imperceptibles para el resto de los humanos, el profesor sabía cuando era necesario reducir el nivel de una explicación o elevarlo.  El no poder ver a Villa, aunado a la larga pausa, descontroló al profesor de manera inesperada, “¿Qué le pasa Señor Villa?  Primero me hace una pregunta, le contesto, y luego usted no se da por enterado.”  Los últimos focos del alumbrado público de la ciudad lograron iluminar la amplia sonrisa de Blas Villa, “No se me enoje mi profe, ya sabe que se le aprecia bien.  Sígale, sígale que ya se está poniendo interesante.” Y a manera de resumen dijo, “O sea que todavía no saben nada del asunto, ¿verdad?”

 

Barrañón respiró hondo calmando su incipiente exaltación.  Contando inversamente del diez al uno, decidió tratar a Villa como estudiante deficiente y con problemas de aprendizaje.  “Pues tanto como nada, no, señor Villa.  Precisamente este año se desglosó el código genético, pero aún faltan infinidad de detalles”, explicó el catedrático.  Oscureciendo la cara con una sombra de duda, Villa preguntó, “Pero entonces ¿venimos o no de los changos?  Pa’que’s puro cuento ¿no?”  Las penumbras del interior del autobús impidieron que el norteño se diera cuenta que había tocado la fibra más sensible del profesor.  El doctor Barrañón literalmente cambió de rumbo en su pensar, y sacó de su archivo mental los bien estructurados argumentos que demostraban sin lugar a duda que la evolución era cierta.  Cual experto ajedrecista a quien se le ofrece un mate del pastor, el biólogo se dispuso a redimir un alma más.

 

“¡Ah, pero eso es otra cosa!” dijo el profesor subiendo un poco la voz.  “Mire señor Villa, la teoría de la evolución ya está completamente demostrada.  Ahora lo que se busca es la explicación a nivel genético.”  Interrumpiéndolo mientras le sostenía el hombro con la mano derecha, Villa le dijo al doctor, “Pues como yo no entiendo de eso, todavía no estoy convencido.  Pa’ mí que venimos de Adán y Eva, como nos enseñaron en el catecismo. O a ver, explíqueme eso de la evolución.”  La pregunta activó el sistema automático de respuestas del doctor, la serie de explicaciones que se veía venir habían sido refinadas durante años de presentaciones en escuelas primarias.  El profesor Armando Barrañón había oído todas las preguntas y sabía todas las respuestas.

 

“Es sencillo” comenzó el profesor, tratando de ablandar el terreno.  “Se han encontrado restos de animales que ya no existen.  Usando pruebas científicas se sabe que estos animales vivieron millones de años atrás.  Los fósiles encontrados muestran un cambio gradual.  Eso demuestra que los seres vivos, animales y plantas, evolucionan.”  Satisfecho por su clara y concisa exposición Barrañón se dispuso a esperar la primera reacción del pupilo.  Villa, con la mirada perdida, guardó un largo silencio que desesperó de nuevo al profesor.  “¿Y bien señor Villa?” preguntó el biólogo a los diez segundos.  “¿Qué le parece?” agregó cortésmente a los cuarenta.  Mucho tiempo después, a los dos minutos de silencio, Villa finalmente reaccionó.  “Pues claro profe, son los huesos de los animales que murieron en el diluvio, eso ya se sabía desde hace muchos años ¿no?”

 

Con la exaltación de quien participa en un debate público, el biólogo acometió, “¿Y la evolución de los fósiles?  ¿Como explica usted las diferentes edades de los restos encontrados?”  Esta vez sin demora ni tardanza Villa respondió con tono triunfalista, “Ah que mi profe, pos nomás piéénsele.  Los diferentes huesos es porque de seguro dios hizo antes muchas especies pareciiidas.  Y las diferentes edades pos porque de seguro dios ya había hecho otra vida aantes.  Ya ve como dicen que también esta vida se va a acabar, ¿no?”  “¡No! señor Villa”, contestó el doctor a manera de interjección asegurando la palabra, “Una cosa es una vida con especies totalmente distintas, y otra un cambio gradual de especie a especie.  No nos confundamos, señor Villa.”

 

El norteño se quedó cavilando.  El autobús llegó a la garita de revisión que existe a los treinta kilómetros de la frontera con los Estados Unidos.  Las luces se encendieron, y se les pidió a los pasajeros que prepararan una identificación.  Un agente de la oficina de población empezó a recorrer el autobús revisando documentos.  Al llegar éste al asiento 14, Barrañón mostró su credencial de elector, al tiempo que Villa salía de su ensimismamiento, “¡Ah que caray!, pééreme tantito, dééjeme le saco mi pasaporte.”  El agente al verlo le dijo, “No compatriota, no se apure.  ¿A poco voy a pensar que usted es extranjero?”, y se siguió de largo.  Pos sí ¿verdad? dijo Villa riéndose.  Y volviendo al tema preguntó, “¿En questábamos?

 

El autobús volvió a su marcha. Barrañón acabó de guardar su credencial, y reanudó la cátedra socrática, “Estábamos, mi estimado señor Villa, en que hay fósiles de la misma edad con diferente evolución.  Eso contradice la teoría de la creación de las especies.”  “Ah que mi profe tan incrédulo, pos nomás piéénsele”, dijo Villa usando el tono catedrático del profesor, “Imagínese que cruza un pastor alemán con una perrita chihuahueña.”  Riéndose agregó, “Sííí no me diga nada, ya se que ni la alcanza el pastor alemán, pero imagíííneselo.  ¿Como van a salir los huesos?  Pues entre el tamaño del perro grande y el del chico ¿no?  Así mismo hay huesos en medio de los animales de antes, pero eso no tiene nada que ver con que no haya habido creación ¿no?”

 

El doctor Barrañón comprendió que no estaba frente a un caso de curiosidad común y corriente.  Visiblemente molesto, aprovechó una pausa que había hecho Villa, para pensar en una argumentación más sofisticada.  Tras dos minutos de silencio, al ver reaccionar al impávido Villa, el agitado profesor retornó a la contienda, “En apariencia tiene usted razón, señor Villa.  Desgraciadamente, si cruza usted un pastor alemán con un chihuahueño, está usted cruzando perro con perro y nunca le va dar otra cosa que más que otro perro” dijo dando un manotazo sobre su regazo.  Y antes de darle la oportunidad de rebatir a Villa agregó, “Los fósiles de los que estamos hablando son de especies distintas.  A la larga un perro puede dar lugar a otra especie tan solo si hay cambios genéticos que modifiquen sus características hereditarias.  Y el hecho de que se vean restos de especies intermedias indica que la evolución genética sucede.  ¿Y si es así, señor Villa, como, entonces, podemos reconciliar esta evolución con la teoría de la creación?”, concluyó el profesor, con seguridad digna de magistrado.

 

Villa, dándole múltiples vueltas al sombrero, se quedó pensando un momento, para reaccionar con ojos de iluminado, “Pues claro, profe, pos nomás piéénsele.  Primero hubo creacióón y luego se nos vino la evolucióón.  A ver, ¿que tiene de malo esta explicacióón?”  Visiblemente molesto, rayando en iracundo, Barrañón lo frenó, “¡Señor Villa!, por favor deje de decirme que piense.  Yo siempre pienso.  Para que lo sepa tengo un doctorado en biología genética de la universidad de Stanford, en los Estados Unidos.” Sorprendido por la respuesta del profesor, Villa trató inmediatamente de calmarlo, “No se me enoje mi profe, ya sabe que se le aprecia bien.  Lo que pasa es que me extraña que si yo veo la respuesta, pues cuantimás usted la debería de ver.  Nomas piéénsele.  ¡Ah, perdón, perdón, no se me sulfure.”

 

Casi fuera de sí el doctor Barrañón prosiguió en defensa de sus creencias, “No es posible que haya habido creación y luego evolución.  La primera dice que la creación fue hace tan solo diez mil años, mientras que los fósiles indican vida de hace millones de años.”  Y prosiguió, “además, si no hubo evolución entonces explíqueme porque los hombre tenemos pezones.  ¡A ver, explíqueme eso Villa!”  Sumamente agitado ahora era el profesor quien sostenía a Villa del hombro izquierdo preguntándole, “Y si dios nos hizo a su imagen y semejanza entonces ¡porque tenemos ombligo?  ¿Que acaso Adán y Eva lo necesitaron?  ¡Ellos no tuvieron madre!   Y si dios le quitó una costilla a Adán, ¿porque entonces los hombres y las mujeres tenemos el mismo numero de costillas?  ¡Siete pares sostenidas, tres con cartílago y dos libres!  ¡Explíqueme eso Villa!

 

Inesperadamente, el ranchero guardó silencio.  Un descanso que Barrañón debió haber aprovechado para bajar los niveles de adrenalina, pero que en cambio usó para continuar pensando enfurecido, “Serrano idiota, ¿qué me va a decir a mí que tengo años en la ciencia?  Gente estúpida, por eso no salimos de perico perro, por brutos.”  El autobús estaba cruzando velozmente al pueblo de Samalayuca, Barrañón logró serenarse un poco.  Las luces del pueblo hicieron que el profesor notara la mirada ausente de Villa.  Inmediatamente pensó, “Baboso, a ver con que tontería me sale ahora.”

 

“Mire Villa, perdóneme la exaltación” le dijo el biólogo a manera de disculpa.  “Y entiendo si no tiene respuesta a estas difíciles preguntas.  Estas dudas son las que han movido a generaciones de científicos y filósofos.  Tal vez sería mejor dejar la plática para otra ocasión”, agregó tratando de poner punto final a la discusión.  Sin darse por aludido por el largo discurso del científico, Villa salió de su lapsum cuando el autobús salía de Samalayuca.  Y retornando al tema dijo, “A ver profe, ¿cómo estaba eso del ombligo de Adán y Eva?  Porque lo otro sí está fácil.”  Y explicó, “lo de los pezones, pues pa’ algo han de servir, que no sepamos no quiere decir que no sirvan pa’ nada, ¿no?  Ya ve que antes no sabíamos pa’ que servía el hígado y esas cosas, pero ¿verdad que al final sí sirvieron pa’ algo?”  Y adoptando un tono de voz malicioso agregó,  “Porque los pezones al menos sirven pa’ que su doña le de sus besitos, ¿no?”

 

Enfurecido, el doctor Barrañón trató de ponerlo en su lugar, “¡Más respeto Señor Villa! recuerde...”.  Pero Villa, dejándolo de lado continuó, “También lo otro, lo de la costilla esta fácil también.  Simplemente diosito se la quitó a Adán, hizo a Eva, y luego le volvió a hacer otra a Adán.  ¿Pos que usted nunca jugó con muñequitos de plastilina?”  Y para terminar su interlocución, el ranchero ignoró la furia del profesor y asumiendo de nuevo el tono de discípulo respetuoso preguntó,  “Pero esa historia del ombligo de Adán y Eva, esa no me la sé.”

 

Barrañón decidió calmarse.  No estaba acostumbrado a tener discusiones ni a elevar la voz, y mucho menos en lugares públicos.  Después de contar del diez al uno, empezó a dar una explicación que aún sonaba a regaño, “¡Es sencillo Villa!  El ombligo proviene del cordón umbilical por el que nos alimenta nuestra madre cuando estamos en gestación.  Si Adán y Eva no tuvieron madre, entonces no tuvieron ombligo.  Y como fueron hechos a imagen y semejanza de dios, pues dios tampoco tiene ombligo.”  Y concluyó, “O sea que no somos idénticos a dios, ¿me entendió?”  Blas Villa observó fijamente al profesor durante algunos segundos.  Aún enfurecido, esta vez el profesor tomó esa fija mirada como un reto y decidió sostenerla.  Los segundos pasaron, ni Villa ni Barrañón parpadeaban, Villa no movía un solo músculo facial mientras que el sudado rostro del biólogo se endurecía cada vez más.  Finalmente Barrañón cedió y furibundo bajó la mirada para sacar un pañuelo de su maletín.  Blas Villa adoptó una sonriente cara de triunfo y exclamó, “Ah que mi profe, ¿pos que tiene que ver eso con la evolución?  ¿Qué si tenemos ombligo?  ¡Pues claro que tenemos!  ¿Qué si dios no tiene? ¡Pos que no tenga!  Con ombligo o sin el, él nos hizo y punto.”  Y para rematar dijo, “Ah que mi profe, con que poco se preocupa.  ¡Ahora sí creo que anda totalmente fuera de la olla!”

 

Secándose el sudor, el profesor Barrañón, proponente de la teoría de las transiciones súbitas de los genes, respetado investigador de fama internacional, decidió tomar aquello como una falta de respeto a su capacidad profesional, algo más ofensivo que una afrenta personal.  Sabía que se encaraba a una de las discusiones más difíciles que jamás había encontrado, y su descontrolado estado de ánimo complicaba las cosas aún más.  Usando el tono de voz más enérgico de su repertorio, Barrañón le reclamó a Villa, “¿POCA COSA?  ¿Le parece poca cosa que su sagrada Biblia diga algo y el estudio más somero demuestre lo contrario?”  Y totalmente fuera de sí agregó, “De seguro también le parece poca cosa que su dios haya hecho al mundo en seis días, antes de hacer al sol.  ¿Se ha puesto a pensar como sabía la duración de un día sí todavía no existía el sol?” 

 

Extradañadísimo por las preguntas del profesor, Villa soltó una sonora carcajada, “¡Ja ja ja!  ¡Ah que mi profe!.  ¿Y eso que tiene que ver con la evolución?  ¡No le digo que se le va la onda.  Ta igual que mi radio viejo!”  Y ante la desencajada mirada el científico agregó, “Mire profe, dios es dios, el todo lo sabe.  De seguro ya sabía cuanto iba a durar un día, por eso hizo todo sin el sol.  Ya cuando quiso, pos sacó al sol al cielo y lo puso a que diera vueltas alrededor de la tierra una vez al día.” Y tratando de reconfortarlo como a un amigo herido dijo, “A usted no le parece, pero dios no se equivoca.  Él es un diseñador inteligente.” 

 

A pesar de que su personalidad no le permitía gritar, Barrañón explotó sin control y elevando su ronca voz exclamó, “¡NO, NO, NO!  La tierra da vueltas al sol, no al revés.  ¿Que no sabe usted nada de nada?”  Incrédulo el ranchero preguntó, “¿Pos de cuando a acá?  Que yo sepa el sol sale por el este, da la vuelta y se mete por el oeste.  Usted sí que anda mal profe, ya hasta me estoy preocupando.  Mire yo conozco unos siquiatras en El Paso que son muy buenos y no cobran mucho, si quiere le doy la dirección”

 

Ausente de esta última parte de la conversación, Barrañón deseaba a toda costa encontrar un argumento que el ranchero no pudiera refutar.  Desesperado y con los puños crispados sobre el maletín abierto, pensaba y re-pensaba.  Súbitamente exclamó, “¡YA SÉ!  Con esta no va a poder Villa.”  Y acercando el rostro al del norteño le dijo mordiéndose los labios, “A ver Villa, dígame, si la creación es cierta y el universo tiene diez mil años, entonces ¿cómo explica haya petróleo en el subsuelo siendo que se tarda millones de años en producirse? ¡EXPLÍQUEME ESO VILLA!”

 

Villa lo pensó por pocos segundos, súbitamente su rostro anunció que tenía una respuesta.  Vivazmente replicó, “Uy, que difícil, hasta me hace temblar.  Póngamelas más duras profe, esta ta re-fácil, nomás piéénsele. Cuando dios hizo al mundo pos lo hizo con todo y petróleo adentro.  De seguro sabía que lo íbamos a usar en estas fechas, ¿no?”  Y retador añadió, “Écheme otra profe, pero difícil, no como esa.  le advierto que todavía no me convence de su evolución”

 

Totalmente fuera de sí, Barrañón dejó de pensar.  Nunca en su vida había sido retado en un duelo mayéutico como el que hoy enfrentaba.  La relajada actitud de su interlocutor, que había logrado voltear la ironía socrática en su contra, hacía que el triunfo de sus argumentos fuera más necesario que nunca, más bien obligatorio.  No había manera de detener el combate.  Desesperado hasta el límite hizo un último intento, “¡MIRA VILLA, ESTA ES TU ÚLTIMA OPORTUNIDAD! A ver dime, si el universo tiene diez mil años como afirman los religiosos, entonces dime ¿porqué nos llega luz de galaxias que se tardó millones de años en viajar desde allá hasta acá?”

 

La respuesta de Villa no llegó.  Barrañón estacionó su impávido rostro a escasos milímetros de la cara del paralizado Villa.  Pasaron los segundos.  Ambos podían sentir la respiración del otro.  Villa sin inmutarse, no daba muestras de preocupación, mientras que la alteración extrema del ánimo de Barrañón seguía en incremento.  Más segundos transcurrieron, el profesor sudaba a cántaros mientras que el ranchero ni siquiera parpadeaba.  A punto de estallar el biólogo preguntó, “NO PUEDE VILLITA.  ¿Verdad qué con esta no pudo?” Ya sin control y apretando fuertemente los dientes, Barrañón lo sacudió de los hombros al tiempo que le gritó, “¡VILLA, DÍGAME QUE NO PUDO, DESGRACIADO!”  Ausente de este mundo Villa seguía sin responder. Al no encontrar reacción inmediata a sus jaloneos, el profesor no se pudo contener, y sintiéndose triunfador continuó estrujando al inmóvil ranchero.  Totalmente fuera de sí le reclamaba “A VER, AHORA SI DIME ‘ta fácil, profe, pos nomás piéénsele.’” Y cuando su mano derecha se encontró con un abrecartas en su abierto maletín, el profesor, tapándole la boca con el pañuelo, se entregó plenamente a su furia encajándole repetidas veces el filoso abrecartas en el corazón,  “AHORA SI BABOSO, DIME QUE ‘Cuando dios hizo al mundo también le puso luz a medio camino, pa que llegara más rápido’ ¡IDIOTA!”.  Y bajando la voz, concluyó, “Pero ahora si te jodiste, ranchero hijo de tu creacionista madre.”

 

Una vez que el inerme cuerpo de Villa dejó de estremecerse, Barrañón respiró con profundidad. Con discreción volteó a ver los pasajeros de los asientos contiguos, afortunadamente, el constante ronroneo del motor, que tantas veces lo había arrullado, está vez había camuflado los gritos de la discusión.  A lo lejos se empezaban a vislumbrar las luces de Villa Ahumada.  Rápidamente fraguó un plan.  Después de quitarle a Villa su cartera, anillo y reloj, lo acomodó en posición de dormido tapándole la cara con el sombrero,  recogió su maletín, y se fue al baño protegido por la oscuridad.  Antes de que el autobús se detuviera, lanzó los objetos robados por la ventanilla y esperó a que el autobús hiciera su requerida parada en el pueblo; sabía que las luces no se encenderían para no despertar a los pasajeros.  Una vez en la solitaria estación, logró escapar ajustadamente por la ventana del baño y corrió a refugiarse entre las sombras del vasto desierto chihuahuense.  Vio su reloj al momento en que se alejaba el autobús, se tardaría tres horas en llegar a la ciudad de Chihuahua.  Ahora lo único que le faltaba era regresar a casa antes de que la justicia lo empezara a buscar.

 


Identifican al hombre ejecutado

Viene de la primera página

... Bachíniva en la Sierra especialmente para identificar el cadáver de quien, en vida, llevó el nombre de Blas Villa. 

La necropsia de ley estableció que Villa murió por heridas múltiples en el corazón provocadas con arma blanca, al parecer un abrecartas.  Además de presentar huellas de sofocamiento y de tener un pañuelo dentro de la boca, usado, presumiblemente, para acallar su muerte.  Al no encontrársele su cartera ni joyas, el robo se toma como motivo del asesinato.

Villa fue muerto dentro del autobús matrícula TWW 25Y en la corrida nocturna de Cd. Juárez a Chihuahua de las 11:49 de la noche.  Curiosamente, debido a que la mayoría de los demás pasajeros dormían mientras sucedieron los hechos, ninguno de ellos recuerda haber oído o visto alguna actividad sospechosa alrededor de Villa.  A pesar de que la lista oficial ponía al asiento contiguo como desocupado, versiones contradictorias afirman tanto que el asiento venía solo como que venía ocupado.  De acuerdo a la cuenta policial, el número de pasajeros coincidió con el número de asientos vendidos.  De haber abandonado el vehículo, el asesino debió haber descendido en Villa Ahumada o en El Sueco, únicas paradas que hizo el fatídico autobús de la muerte. 

De acuerdo a familiares y a documentación encontrada en su equipaje, Villa regresaba de El Paso, Texas donde había recibido tratamiento por su padecimiento epiléptico del “pequeño mal” que le provocaba rutinariamente suspensiones bruscas de conciencia, de dos minutos de duración y sin mioclonías o contracciones musculares.  Continuarán las investigaciones.

 

FIN

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