La Conversación Jorge Alberto López Gallardo Paso del Norte, Diciembre, 2001 Desde que supe que pasaste la noche con él algo cambió entre nosotros. Fueron días enteros que no supe de ti. ¿Y tú? Feliz revolcándote entre sus sabanas. Finalmente logré verte de nuevo en la lavandería. ¿Y todo para qué? Para que te fueras con otro. Tan sólo acuérdate de una cosa, yo fui tu primer compañero, ¡y eso nadie lo puede cambiar! Lo lejano de la voz me impedía oír toda la conversación con claridad. Me acerqué más a la pared del baño y logré distinguir una voz junto con el llanto de alguien en la habitación contigua. Deja de llorar ¡hipócrita! Desde que recorrimos juntos todo California te gustó la vagancia, y pues quieres seguir andando el mundo por tu cuenta. ¿Qué me crees imbécil? De seguro te le pegaste a tu nueva adquisición porque sabes que ha andado en Londres, y quieres que te lleve. Mientras el llanto seguía, otra voz se unió a la conversación. Cordura por favor. A mí me pasó algo parecido con mi pareja, ya desaparecida, —dijo una voz madura— Y siempre culpé a otros por cosas que, admitámoslo, son naturales. No es sino hasta que le pasan a uno mismo, que se da uno cuenta que la mala intención no juega un papel preponderante en esto. ¿Usted qué sabe? ¡Roto desgraciado! –Contestó la primera voz. Le pido respeto por favor. Me llama usted roto, y entiendo el porque. Y es precisamente porque he recorrido más camino que usted, que tengo la experiencia para decirle que está equivocado. ¡A mí no me engaña! Se mete en su defensa tan solo porque le interesa para usted. ¡Le pesa la soledad y como tiene mucha lana...! –replicó la voz joven. La soledad pesa, y mucho. Pero el hecho de que esté “roto y con lana”, como usted me califica, es el resultado de mucho andar esos caminos que usted apenas empieza. Y fue en ese andar que perdí a mi otra mitad. ¡Irremplazable para mí! Ni por su pareja ni por nadie. Simplemente irremplazable. Permítame demostrarle que mi preocupación por el problema que ahora enfrentan ustedes es totalmente desinteresado. Óiganme ambos, y aunque no les juro desaparecer de sus vidas al terminar, pues sabemos que eso no depende de nosotros, si les prometo no volver a entrometerme en sus asuntos. Permítele hablar. –Dijo una tercera voz, también joven y un poco quebrada por el llanto. Creo que va a confirmar mi versión de los hechos. Bueno, a menos que no quieras enterarte de lo que pasó. Aprovechando la pausa, rápidamente tomé el vaso con que me enjuago la boca y lo coloqué en la pared para poder escuchar mejor. Me desconcertó el recordar que la pared de baño daba al armario. La conversación continuó, la voz joven asintió con un gruñido y la voz madura dijo: Gracias, no se arrepentirá. Primero permítanme recordarles que anteriormente las cosas eran un poco distintas. Dirán que los voy a sermonear, pero no es así. La argumentación es necesaria. En mis tiempos de juventud, antes de que estuviera “roto y con lana”, las parejas se formaban, no tan a la ligera como hoy, sino tomando en cuenta muchos factores. Uno fundamental era la clase – el percal y la seda no se llevan, ustedes saben. ¡Esas épocas ya pasaron! Mire, estoy dispuesto a oírlo, pero no nos venga con reglas que ya no existen. –Dijo la voz joven en tono exaltado. Claro, lo único que le pido es un poco de paciencia. La clase, el roce, y aunque ahora les parezca extremadamente rígido, también el color jugaba un papel importante en la selección de la pareja. Pero una vez que esta selección había sido hecha, mantenerla era mucho más sencillo que ahora. ¿Porqué? –Preguntó la tercera voz, ya un poco más serena. ¡Ah! Pues porque tanta rigidez eliminaba toda posibilidad de confusión. Un blanco tan sólo podía unirse a otro blanco, el negro con el negro, los amarillos aparte y los cafés también. La vida era muchísimo más simple. Pero está claro que eso también evitaba toda esta rica variedad que da lugar a tantas combinaciones y ayuda a la expresión personal. ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? ¿Acaso eso nos hace cambiar de pareja? Explícate, mi representante de la tercera edad. –Dijo groseramente la voz joven. De nuevo le suplicó respeto. –Dijo la voz madura. Y después de guardar silencio por unos segundos, continuó. El color de uno no hace que suceda lo que sucede, sino la falta de respeto por nuestros mismos rasgos físicos. De servir de algo, aquí podría invocar principios religiosos y tratar de persuadir a las juventudes con un “Debéis respetar vuestros orígenes” etcétera, pero, aparte de que no creo en eso, sé que no funcionaría con ustedes. Además la historia no termina ahí. Puesto que las voces no podían provenir del armario –¿quiénes se iban a meter a mi armario a discutir este tipo de problemas?— tendrían que venir del apartamento de junto. Tras cambiar de posición y de oído, continué escuchando. Otra característica muy marcada en mis tiempos, –explicó la voz mayor, era la quiralidad neutral de la pareja. ¿La quirali—qué? –Preguntó la voz joven. ¡No apantalle! La quiralidad se refiere a la... no quiero herir a nadie, presente o ausente, así que permítanme usar analogías. La quiralidad sería equivalente a la polaridad de la electricidad, digamos positivo y negativo. En mis tiempos se conformaban parejas tan solo entre positivo y negativo, por decirlo de esa manera. La quiralidad era neutra. Lo que quiere decir usted es que si uno batea de derecha se juntaba con uno que bateara de zurda ¿no? –Agregó la voz joven. Patear sería, tal vez, más apropiado que batear. Pero precisamente, las dos mitades que formaban la pareja eran siempre una derecha y una izquierda, por decirlo así. Pero nunca derecho con derecho, ni izquierdo con izquierdo. –Explicó la voz mayor. Pero, ¿cómo sabían cual era cual, si se ven iguales? –Preguntó la tercera voz. Se ven iguales ahora, –dijo la voz madura. Hoy ya todo se permite, pero en mis tiempos no éramos iguales. Eso es precisamente el problema. Han cambiado tanto las cosas, que ya no hay diferencia entre unos y otros, y es por eso que pasa lo que pasa. ¿A poco si eran diferentes? Pa’mí que nos está cotorreando. –Exclamó la voz joven. ¡Claro que éramos distintos! Mírenme a mí. ¡Yo soy diferente! Olvídense de lo roto y de la lana y fíjense en mi porte. Examínenme bien, sin pena. ¿Ven las diferencias con ustedes? Durante el breve silencio, me di cuenta que ya no entendía nada de nada. Pero más intrigado que nunca en mi vida, seguí escuchando. ¡Mira! ¡Es cierto! –dijo sorprendida la tercera voz. Fíjate como ... ¡Simón! –Interrumpió la voz joven. ¡Qué loco! ¡Nunca me había fijado! ¡Es usted todo un fenómeno de la naturaleza mi estimado vetusto! Vetusto derecho, claro. Oiga, ¿y porqué es así? ¿Cuál es la ventaja? –Preguntó la otra voz joven. Pues porqué así debe de ser. –Respondió la voz madura. ¡Calmádo venado! No nos vaya a salir con que así lo quiso dios y esas cosas. –Dijo irrespetuosamente la voz joven. Llámele dios o como usted quiera, pero nuestra razón de existir, nuestro único motivo de vida es uno y nada más uno. Y muy dentro de ti tú lo sabes. Y es esa razón, asignada tal vez por un ser todopoderoso, la que rige nuestros cuerpos, pensamiento, necesidades y responsabilidades. ¿Acaso no han notado diferencias en ustedes mismos cuando han sido llamados a cumplir con su misión? Ese jalón que los empuja de diestra a siniestra no es algo artificial. ¡Sí!, yo recuerdo haberlo sentido. –Añadió asombrada la tercera voz. Sobre todo en esos días grises de invierno en los que anda uno a oscuras sin lograr distinguir plenamente a donde va uno. ¡Exacto! Ese desdoblamiento interno, que sufren cada vez que se enfrentan al mundo, es real. Es la manera que tiene la naturaleza para decirles que este no es el plan que el creador tenía para ustedes. Pues sí, yo también lo he sentido, pero, somos así, sin la quirali-cosa esa que dijo, indefinidos pues, no como usted. –Dijo confundido la voz joven. ¿Quiere decir acaso que el creador se equivocó? ¡Calla boca! El creador nunca se equivoca. Nosotros, somos simples prendas en sus sabias manos, tan solo él sabe porque hace las cosas. Pero ¿entonces? No entiendo nada, todo esto es cada vez más confuso. –Retobó la voz joven. Sí, yo también ya me perdí. –Dijo la tercera voz, ahora con tono de curiosidad. Permítanme continuar. –Agregó la voz madura, haciendo una pausa. La pausa se alargó muchísimo, debido a que, al cambiar de oído, golpeé la pared con el vaso. Conteniendo la respiración y sin moverme, seguí esperando con ansiedad la continuación de aquella inesperada conversación. Sígale, a esta hora nunca viene nadie. –Le pidió la voz joven a la madura. Bien, como les decía. –Continuó la voz madura. Esa inclinación natural que en días los arroja a un lado y al siguiente al lado opuesto, es el resultado directo de su manera de ser. No lo tomen a insulto, no es culpa de ustedes, pero las nuevas generaciones han sido cortadas por la misma tijera. Y todos, no importa de donde vengan, han perdido ese don de distinguir lo correcto de lo incorrecto, el bien del mal, lo mismo les da vivir en un estado de derecho o no. ¡Uh! Ya suena a moralina. –Rezongó la voz joven. No, no. Espera. –Le dijo la voz madura, tratando de ganar más tiempo. Es que si siguen indefinidos, el resto de su trotar se complica. Al principio hasta puede ser divertido, poder hacerlo de un lado, y luego volteado. Pero esas deformaciones, amen que perjudican tu cuerpo y tu espíritu, provocan problemas como el que hoy enfrentan. Sí, díganos cual es la conexión de todo esto con lo nuestro. –Preguntó ansiosa la tercera voz. Pues que simplifica el poder aparearse con quien quiera uno. –Contestó sin cortapisas la voz madura. Así de sencillo. Sí por algún motivo se llegan a separar, como en este caso que tú te perdiste en las sabanas de otro, es fácil que te aparees con cualquiera sin importar que eso sea derecho o no. ¿Qué eso fue lo que te sucedió a ti no? Pues, sí. Creo que sí. –Musitó la tercera voz. En ciertos lugares del orbe llegan al límite extremo de marcarlos. –Añadió la voz madura. Hay quien usa puntos de colores en la parte superior, perforaciones, en fin, cualquier cosa que permita la identificación y la reducción de las posibilidades de separación. Supongo que habrá quien no le guste, en cierta forma sería como pertenecer a alguien. Tal vez ese fue el inicio de todo esto, y pues tiene sus pros y sus contras, ya cada cual debe decidir por ellos mismos. La pausa natural de la conversación me llevó de nuevo a preocuparme por el origen de las voces. Si tras la pared estaba el armario, y al contrario de lo que supuse al principio, ya no había más apartamentos en esa dirección, entonces ¿de dónde venían las voces? Pegado a la pared, decidí investigar. En resumen. –Dijo la voz madura. Si aún tuviéramos las reglas de antaño, las parejas no se separarían con tanta facilidad como ahora. Si se respetaran los colores, el género y las inclinaciones, no sucederían estas cosas. Pero como ustedes ahora son, digamos, ambidiestros, tienen una confusión natural que no ayuda en estos casos. Y una vez separados, independientemente de la causa, es muy difícil que se vuelvan a juntar de nuevo. Eso sería, en su caso, su talón de Aquiles. De nuevo aproveché el silencio para, sigiloso, caminar pegado a la pared sin perder detalle de la conversación. Antes de llegar a la puerta de detuve, al reanudarse la plática. Pero ¡Caras alegres! ¡Que aquí no ha pasado nada! --Los animaba la voz vieja. Ustedes tuvieron la suerte de volver a quedar juntos. ¿Saben lo afortunados que son? Yo a mi media naranja la perdí para siempre, y en mi caso sí es irremplazable. ¿Se imaginan a mí otra que no fuera mi media naranja? ¡Bonito me iba a ver! Al instante salté al interior del closet tratando de sorprender al grupo de gente. Cual sería mi sorpresa al encontrarlo casi vacío, y tan solo con tres de mis calcetines en uno de los estantes, dos de tubo, blancos, formando un par, y el tercero, una vieja calceta deportiva de lana, de color naranja, rota y medio deshecha. FIN |